Noches de Jardín
Prisión del reconocimiento. ¿Cómo miramos?

Prisión del reconocimiento. ¿Cómo miramos?

31/12/2025

Reflexión de Ángela Marco sobre la percepción artística.

Prisión del reconocimiento. ¿Cómo miramos?

     A lo largo de mi vida he visitado decenas de museos, vagando por ellos con la sensación de disfrutar de aquello menos de lo que debería. La obra de arte siempre ha sido objeto de mi fascinación, mas he vivido frustrada por una sensación de no entenderla, de no saber cómo enfrentarme a ella. Mi aprendizaje filosófico me ha ayudado a comprender qué estaba ocurriendo y qué estaba haciendo mal. Ahora, cada vez que acudo a una exposición, no puedo dejar de mirar. Escribo esto porque sé que no soy la única y que la cuestión es preocupante. Espero que las siguientes palabras sean esclarecedoras para aquellas personas que sienten no entender el arte.

    La cuestión clave es saber cómo reaccionar ante la obra de arte. El término obra de arte refiere a diversos tipos de obras, pero invito a quien me lee a imaginar una imagen en un lienzo, colgado en la pared de un museo, pues esta es la experiencia más identificable del encuentro con una obra de arte. La pregunta fundamental es, pues, cómo abordamos este primer encuentro. Desde mi perspectiva, en la sociedad actual carecemos de nociones correctas para que este encuentro sea satisfactorio. 

    Si bien no existe una única manera de entender o vivir las obras de arte, sí considero que existen ciertas directrices que nos guían hacia una forma de vivir el arte que nos permite, precisamente, vivirlo. Aunque esto parezca terriblemente tautológico y vacío, es fundamental, dado que, bajo mi punto de vista, nuestra relación con las obras de arte a día de hoy se basa, precisamente, en no vivirlas. 

    Cuando hablo de “vivir una obra de arte”, apunto a la idea de tener una experiencia estética con ella. El término “vivir” me parece correcto e interesante (aunque de manera ciertamente metafórica) dado que a mi parecer una experiencia estética está relacionada con sensaciones y emociones, que el término “vivir” encapsula de manera certera. He aquí la noción central del encuentro con la obra de arte, la experiencia estética. Tener una experiencia estética con una obra es, en mi opinión, la forma en la que el encuentro con la obra resulta más satisfactorio. No considero posible dar una definición verdadera o real de la experiencia estética, pero podemos aproximarnos a su naturaleza en algunos aspectos. Tal y como esta experiencia se me presenta, es para mí un percatarse de la extrañeza de las formas del mundo[1].

    No obstante, la experiencia que tenemos normalmente la mayor parte de las personas cuando visitamos museos no es una experiencia estética. Invito a quien me lee a que piense en la última obra de arte que observó (ya sea en un museo o en digital). ¿Qué pasaba por su mente? ¿Sintió algo? La problemática se ve muy clara en el desinterés que generan las obras abstractas en el público no especializado. Tomemos, por ejemplo, las obras expresionistas de Kandinsky (sugiero que se busquen para entender de lo que hablamos). Si observamos Estudio de color: cuadrados con círculos concéntricos, lo más probable es que desechemos la obra por considerarla simplemente círculos de colores irregulares unos encima de otros. Aquí tocamos ya con la materia de este ensayo, el fenómeno que se encuentra ya en la descripción anterior de esta típica experiencia. Este fenómeno es lo que llamo “prisión del reconocimiento”.

    Cuando miramos la obra de arte, muchas veces encerramos nuestra mirada en esta prisión del reconocimiento, lo que convierte el observar la obra de arte en simplemente nombrar sus elementos. Una vez que hemos nombrado estos elementos, nos desinteresamos de la obra, creyendo que no hay nada más que ver. Esta es una forma de mirar totalmente instrumental instaurada por la época de la impaciencia y la sobrecarga icónica. Como es comprensible, ante una forma de mirar así no hay espacio para la fascinación (que requeriría una experiencia estética). 

    La prisión del reconocimiento consiste, pues, en acercarse a una imagen y reconocer rápidamente los elementos que hay en ella, hasta tener una imagen de lo que la obra quiere representar o significar. Una vez este ejercicio se ha realizado, no hay motivo para seguir mirando[2]. Así, un cuadro como La anunciación, de Fra Angélico, se convierte en la suma de un jardín, una habitación, la Virgen María, el Ángel Gabriel, el Espíritu Santo, unas pocas personas más y una pequeña paloma. Al observar de esta manera, pasamos por alto el detalle de la cinta en el pelo de María, o la forma en la que el mármol está pintado, lo que demuestra que esta forma de observar es pobre e incompleta. Esto explica, en parte, por qué la obra abstracta nos resulta compleja, aburrida o inaccesible, porque no hay tantos elementos que reconocer. 

     Es necesario, empero, que añadamos un segundo tipo de reconocimiento al anterior. Si el anterior era un reconocimiento de la forma, este segundo es un reconocimiento de la problemática o la intención. Esta segunda forma de reconocimiento está ya implícita en la definición anterior de la prisión del reconocimiento. Cuando observamos los diferentes elementos de una obra, siempre tratamos de hacernos una idea de lo que la obra quiere significar. No es casual que la mayor parte de las veces recurramos a las etiquetas explicativas para tratar de entender qué motivó la creación de una obra, o nos preguntemos por el contexto histórico del artista para saber cuál era su intención. Es más, esto permite explicar todavía mejor nuestros problemas con el arte abstracto, pues rara vez entendemos qué quiere representar o significar. 

    La pregunta por la intención del autor es una pregunta común a la hora de aproximarnos a la obra de arte, probablemente en tanto que consideramos la obra de arte como un dispositivo de alguna manera intelectual (creado por una mente como la nuestra, que procesa la información como la nuestra y por tanto queremos entender)[3]. Es cierto que a lo largo de la historia el arte se ha utilizado con un propósito de representación o significado, con una función (a veces religiosa, a veces de reafirmación del estatus social), pero lo que a día de hoy fallamos en comprender es el hecho de que mucho otro arte no se realizó con un propósito o mensaje más claro en mente y eso no lo convierte en menos arte. En mi opinión, conocer la intención de un artista a la hora de crear puede ser útil o enriquecedor de la experiencia con la obra, pero, en el momento en el que se convierte en la parte central de esta, la interpretación entorpece más que enriquece[4]

    Considero que esta interpretación a día de hoy entorpece porque nos lleva a una confusión entre la experiencia estética y lo que denominaría experiencia gnoseológica. Una experiencia gnoseológica es aquella relacionada con la adquisición de un conocimiento racional. De esta manera, cuando observamos una obra limitándonos a reconocer la intención en ella, la experiencia no es estética (pues como se ha discutido con anterioridad esta está relacionada con las sensaciones, con lo sensible), sino gnoseológica, porque se trata de conocer una idea concreta de manera racional, en este caso la idea que motiva un cuadro, como podría ser la intención de representar un fragmento bíblico con unas determinadas características. La experiencia estética ha sido normalmente sustituida por esta experiencia gnoseológica, que se ha convertido en el referente de lo que ir a un museo debería suponer; de ahí la afirmación de que el reconocimiento de la intención o la problemática termina resultando un estorbo. 

    Queda entonces claro que la experiencia estética es incompatible con la prisión del reconocimiento y, por tanto, debemos deshacernos de esta última. En mi opinión, existen varias claves para ello. La primera es la contemplación. Para vivir una experiencia estética es necesario dedicarle tiempo, de manera que demos un paso más allá del reconocer y comencemos a fijarnos verdaderamente en las formas que nos rodean, más allá de su significado racional. En vez de mirar únicamente reconociendo, por tanto, debemos mirar contemplando[5]. Este contemplar, a mi parecer, se presenta como un mirar dos veces. En la primera actúa el reconocimiento, pero en la segunda habremos liberado nuestra mirada de la prisión.

    Esta forma de mirar, implica un deseducar la mirada, para aprender a observar más allá del reconocimiento. Hay muchas formas de impulsar este cambio, pero me parece más simple describir el proceso como un ver lo no visible, ya sea dentro o fuera de la obra. Al hablar de lo no visible, refiero a los elementos que el reconocimiento pasa por alto, como la cinta de María en La anunciación. Además, al mirar estos elementos, debemos observar sus detalles y sus formas en cuanto tales, en cuanto manchas de color, círculos irregulares… Así, apartamos la razón para dar paso a la sensibilidad. Todos estos elementos son internos a la obra, pero también podemos ver lo no visible en lo referente al exterior de la obra. Con el exterior hago referencia al soporte material de esta, como podría ser un lienzo y la textura de la pintura que vive posada en él. Estos también son detalles que están ahí, pero que nuestra mente omite para generar una ilusión en la imagen[6]
 

    Estas son algunas de las herramientas, pero podrían encontrarse millones más. La cuestión es permitirnos sentir en este mundo tintado de racionalidad. Por eso, la próxima vez que vayas a un museo, o veas una obra, o simplemente tengas tiempo de observar, no reconozcas, contempla. 

 

 


 


[1] Hablamos de formas del mundo porque es posible tener experiencias estéticas con objetos ajenos al arte. En el ensayo me centro en la obra de arte porque es el espacio más propio de la experiencia estética y donde más debemos buscarla, aunque también pueda aparecer en otras partes del mundo. 

[2] Esta es una tendencia que se encuentra también más allá de la obra de arte, cuando miramos día a día.

[3] Resultaría interesante interrogarse acerca del origen de esta tendencia, que quizá podríamos situar parcialmente en las tendencias conceptuales del arte a lo largo del siglo XX (en la línea de Duchamp y Warhol).

[4] Hay una cierta problemática en la autoridad epistémica que concedemos al artista a la hora de observar su arte que es muy discutible, pero en la que no entraré aquí. Simplemente apuntaré que el hecho de que la obra acabe con el artista es tremendamente debatible, lo que daría una gran importancia a quien mira el cuadro, desligándose de cualquier autoridad de interpretación que pudiéramos dar al artista. En otras palabras, la sensibilidad de quien mira es crucial en la obra de arte.

[5] Digo “únicamente” porque considero que es imposible abandonar totalmente el reconocimiento, no es una cuestión de que no ocurra sino de ir más allá de él.

[6] Al hilo de este ver lo invisible dentro y fuera de la obra, recomiendo a quien esté interesadx zambullirse en la obra de Benning y Brakhage respectivamente. No abordo su cine e ideas directamente dada la falta de espacio. De este último recomiendo “Metaphors on vision”, donde comenta la idea de deseducar la mirada.