Noches de Jardín
MESA PARA TRES. NO TODO ES LO QUE PARECE

MESA PARA TRES. NO TODO ES LO QUE PARECE

31/12/2025

Antonio Morata nos ilustra con su ensayo sobre la evolución desde las etapas más tempranas sostenida en tres pilares: inteligencia, afectividad y energía. Lo acompañan una selección del autor de cuadros de Fernando Botero (1932-2023).

 

MESA PARA TRES 

NO TODO ES LO QUE PARECE

1. Esto de escribir…

    Me he sentado a escribir. Lo primero que se me ha ocurrido es que a veces no conviene pensar demasiado. Al instante me ha venido el recuerdo de un buen compañero que siempre intentaba ayudar, si bien solía pensar y repensar las cosas. Antes de tomar una decisión, debía tener el asunto bien razonado, sopesado y madurado. Un día se acercó a mi puesto de trabajo:

—¿Qué tal, Antonio? Creo que tenemos un problema y que no estás al corriente. 

«Alguien está enfadado» —pensé.

—¿Qué tal, Isaac? Cuéntame. 

—Mira, yo pienso que tú piensas… que Miguel piensa… que José Luis…

—¡Uf! Demasiados pensamientos, Isaac, me he perdido. ¿Cuál es el problema? 

   Y venía a cuento porque me había sentado a escribir y no andaba muy inspirado. Empezaré por el principio, que es lo que toca.

   Por pura casualidad, encontré en YouTube unos audios de Antonio Blay Fontcuberta (1924–1985). No sabía quién era, pero la frescura, la fuerza y el discurso despertaron mi curiosidad. En apenas tres semanas había escuchado las veinte grabaciones. Varios días después, algunas de sus palabras seguían resonando en mi cabeza. Así que me he animado a redactar estas líneas. Algo saldrá. Espero que mi interpretación no se aleje demasiado de la visión de Blay.

2. Pequeñajos dando guerra

    Uno puede preguntarse por qué ese chavalín, antes risueño y encantador, se ha transformado en pocos años. Salvo con sus mejores amigos, se enfada a menudo y se le ve más serio. Sabemos que la vida es un vaivén de altibajos, pero cuando el mal genio se vuelve costumbre, te preguntas qué pasó con aquella gracia y naturalidad. Al parecer, el camino lo cambió. Veamos cómo empieza todo esto.

   Nacemos pequeños, desnudos e indefensos; dependemos por completo de otros para sobrevivir. No sabemos hablar, caminar ni entender lo que nos rodea. Aun así, ahí estamos: débiles, sí, pero dando guerra. Llegamos cargados de potencial, como un proyecto en ciernes que comienza a levantarse. 

    Desde los primeros días, recibimos cariño y gestos de simpatía. Muy pronto mostramos disposición para comunicarnos y nos familiarizamos con el entorno: miramos con atención, balbuceamos, reconocemos, nos movemos, lloramos, reímos, queremos.

    Más adelante, en la etapa de párvulos, nos abruman con indicaciones, consejos y reprimendas. Nos dicen qué está “bien” y qué está “mal”: “haz esto, no hagas aquello, pórtate bien”. La enseñanza sigue su curso: la familia y el sistema educativo nos instruyen según las reglas que exige la convivencia. Se valora sobre todo la disposición, el comportamiento y la obediencia. A fuerza de insistencia, vamos imitando y asimilando lo que los mayores nos transmiten y dejando de lado las respuestas espontáneas. Así, incorporamos una visión del mundo sostenida en nombres, relatos, normas y escenas de adultos, referencias que guían nuestra conducta y que, poco a poco, se imponen a buena parte de nuestros rasgos particulares

    Durante más de una década construimos nuestra imagen con modelos sociales y hábitos inculcados que suelen ignorar una evidencia simple: cada persona, desde que nace, es una obra única, irrepetible —prueba de ello es la inexistencia de dos sujetos idénticos—. Se espera que nos comportemos “como es debido”; no como somos, sino como debemos ser. Todo ello con muy buena intención, pero con efectos secundarios: sin darnos cuenta, empezamos a cargar la mochila con pautas y expectativas ajenas.

    Recuerdo que, al estudiar el catecismo, el cura nos hablaba del “uso de razón”. Según la Iglesia, los niños comenzamos a distinguir el bien del mal a partir de los siete años. No se espera que lo comprendamos todo, pero sí que contemos con una base mínima para empezar a entender. Visto así, aquella etapa debía marcar el inicio de un proceso: a medida que crecemos, empezamos a mirar más con ojos propios. Ocurre por una experiencia concreta, dudas inesperadas o porque algo deja de encajar. No hay una edad fija para eso, sucede cuando estamos listos. Y, quizá, cuando menos lo esperan quienes nos educan.

    En la adolescencia —muchas veces antes— llegan los desacuerdos, las rebeldías y la necesidad de dejar de ajustarse a lo que otros esperan de nosotros. Mientras tanto, quienes nos quieren nos aconsejan con frases que suenan bien en teoría: «sé tú mismo», «no te dejes llevar». Lo cierto es que ser uno mismo no siempre resulta cómodo, ni bien recibido. Con todo, ahí estamos: dando guerra, intentando que lo que somos no se pierda entre lo que esperan que seamos. Al fin y al cabo, es una etapa más en la construcción de la filosofía personal: un modo de estar en el mundo, de pensar, de mirar, de reaccionar, de obrar, de hablar, de callar.

2 Pedrito-a-caballo - Fernando Botero.png

3. Superpoderes con pantalón corto

    No es necesario viajar al espacio exterior para intuir la grandiosidad de un universo que vibra con inteligencia, energía y sensibilidad. Son condiciones que se manifiestan por igual aquí, en la Tierra, donde la naturaleza revela su compleja sabiduría, portentosa fuerza y profunda conexión con todos los seres. En los organismos vivos, observamos cómo la receptividad al entorno, la capacidad de respuesta y el impulso innato de crecer y evolucionar son rasgos esenciales. 

    No debería sorprendernos, por tanto, que la existencia humana sea el despliegue progresivo de unos atributos universales que portamos al nacer: la inteligencia, que nos permite comprender y elegir; la energía, que nos impulsa a actuar; y la afectividad, que nos vincula con los demás. Estas facultades crecen y se modelan; y así, somos lo que cultivamos: tres poderes que evolucionan según respondemos a los estímulos, las circunstancias y las experiencias que la vida nos ofrece.

    Un ejemplo completo de estas cualidades lo encontramos en el fútbol, mi deporte preferido. Cada jugador desempeña un papel, y para cumplirlo necesita poner cabeza —inteligencia para percibir, entender, intuir, decidir—; cuerpo — energía para estar atento, voluntad, fuerza, iniciativa, coraje—; y corazón —sentimiento para conectar y, sobre todo, compartir con los demás: amistad, compañerismo, cariño, gozo—. Participar en un equipo exige atención, implicación, asumir responsabilidades y aprender a convivir. De igual modo ocurre en un ballet, en una banda de música o en cualquier grupo deportivo, artístico, científico o laboral.

   La importancia del juego en equipo se entiende aún mejor al recordar cómo era la infancia en épocas pasadas, cuando transcurría en gran medida sin la presencia constante de los mayores. Se disfrutaban las calles, los partidos improvisados, los desafíos entre barrios, las tardes de verano nadando en acequias y canales, los amigos, los compañeros de escuela y los vecinos. Ese ambiente grupal favorecía un crecimiento equilibrado, impagable, capaz de compensar posibles carencias familiares o educativas. Por el contrario, hoy en día, el espacio y el tiempo vitales se han visto reducidos, y con ellos las oportunidades de afrontar, decidir y luchar con autonomía las situaciones. Tal vez por eso asistimos a un preocupante aumento de los trastornos de conducta infantil.

   De ahí que aprender no pueda limitarse a entender una frase, una lectura, una clase o lección. La teoría, por sí sola, se queda en palabras. Para que haya aprendizaje, hace falta algo más: vivenciar, tropezar, equivocarse, repetir, experimentar. Hoy abundan las “frasecitas” decoradas con tipografías e ilustraciones atractivas. Son perlas de sabiduría que se olvidan en minutos. El verdadero aprendizaje no llega por atajos: se construye por medio de la educación familiar y escolar, las prácticas cotidianas, las relaciones y, sobre todo, los juegos.

    El aspecto colectivo del juego nos invita a evocar el concepto de deportividad, que para mí encarna la cooperación y la armonía y se vincula con la «conciencia de unidad»: todos somos uno. La unidad no se limita al propio equipo, sino que también abarca a los rivales. En cambio, cuando prevalece la «conciencia de separatividad», surgen actitudes partidistas o fanáticas que alimentan tensiones y conflictos, no solo en el deporte, sino en el ámbito ideológico, económico, religioso, territorial.

    Los entornos deportivos son, además, una magnífica escuela para fortalecer la combatividad y la confianza de los niños. Algunos que se desmerecen al compararse con los “cerebritos” de la clase, descubren que aquí todos suman desde lo que saben hacer, y que la inteligencia tiene muchas formas de expresarse. Otros, necesitados de movimiento y con energía de sobra, encuentran un espacio donde esa vitalidad no se castiga, sino que se canaliza y se premia. Y aquellos que han sido sobreprotegidos o consentidos, aprenden que no todo gira en torno a sus caprichos.

    El asunto se complica cuando no se desarrollan las tres facultades y aparecen desequilibrios: una gran inteligencia sin afectividad puede derivar en aislamiento; el esfuerzo sin comprensión se traduce en impulsividad y desconcierto; y un afecto profundo sin fuerza suficiente puede quedarse en deseo, sin llegar a convertirse en acción. 

3 Niños jugando al fútbol - Fernando Botero.webp

4. Una mochila invisible

    Hemos observado que lo innato y natural acaba ajustándose bajo la influencia de lo aprendido. Entonces, ¿llegamos a perder por completo nuestra espontaneidad? A veces, creemos que nos falta talento o ganas, pero lo que nos frena no siempre está a la vista. Son cargas invisibles que arrastramos desde hace años: costumbres, convencimientos, temores, exigencias, complejos, vergüenzas. Como una mochila que nadie ve, pero que se ha ido llenando… y pesa.

   Desde pequeños aprendemos a escudarnos y defendernos. Si nos gritaron por equivocarnos, desarrollamos miedo a cometer errores. Si nos compararon con otros, empezamos a dudar de nuestra valía. Si nos exigieron demasiado, aprendimos a esconder lo que sentimos. Si nos castigaron a diario, surgieron alteraciones de conducta —inhibición, agresividad contenida, dependencia de la aprobación externa—. Y si nos hicieron de menos, aparecieron complejos, vergüenzas que nos hacen callar, eludir, fingir. 

   Sin darnos cuenta, nos vamos adaptando a una versión de nosotros que encaja, aunque no necesariamente nos representaEstas cargas afectan a nuestras percepciones, nuestra voluntad y nuestros sentimientos. No los anulan, pero sí los entorpecen y distorsionan. Por suerte, los obstáculos de los que hablamos no son físicos ni ineludibles: son psicológicos, están en la mente. Y precisamente por eso, podemos aprender a mirarlos de otra manera. Vale la pena adentrarse un poco en cómo se hacen patentes.

    La inteligencia no es solo sacar buenas notas o contestar rápido. También es la capacidad de ver, de comprender lo que ocurre, de conectar conocimientos, de percibir lo que dificulta y de entender lo que pasa dentro y fuera de nosotros. 

    Si está atrapada por el miedo a equivocarse o por ideas nunca cuestionadas, se vuelve rígida. Liberarla implica desaprender, soltar lo que no es nuestro, abrirse y permitir que la mente vea con claridad lo que sucede y lo que ocultan las apariencias —porque la superficie no es el fondo—. Para ello, necesita la inclinación hacia la verdad: optar por ella incluso cuando incomoda. Sin este impulso, la mente puede ser hábil, pero no sabia.

    La afectividad, quizá una de nuestras capacidades más delicadas, se ve influenciada por hábitos que arraigan sin que lo notemos.

     Cuando de niños no hemos sido escuchados ni comprendidos, solemos levantar defensas: escondemos lo que sentimos, dependemos demasiado de los demás, evitamos lo que nos molesta. Esa falta de soltura nace del miedo a cómo reaccionen los otros. Uno puede volverse excesivamente prudente en sus relaciones por temor al ridículo o al rechazo. Y entonces, ante cualquier apuro, busca la salida para evitarlo. Pero el origen del conflicto no desaparece, se queda dentro: el corazón se protege y guarda silencio.

    Sin embargo, sentir es lo que nos hace humanos. Y siempre es posible aprender a transmitir lo que llevamos dentro. Cuando compartimos y dejamos de ocultar lo que sentimos, las experiencias nos devuelven a lo esencial y a la desenvoltura. La afectividad es la puerta que nos abre al amor y la belleza.

    La energía sostiene la atención y nos impulsa a actuar con autenticidad, ofreciendo lo mejor de nosotros. En cambio, se resiente cuando hacemos cosas que consideramos sin valor, movidos por la obligación, la desconfianza o las expectativas ajenas. La vida mecánica, carente de atención, desgasta el ánimo. Como en el deporte, la fuerza no crece al guardarla, sino al entrenarla, a veces con intensidad, otras con delicadeza. 

    En el plano físico es la base del vigor y la salud. En el mental, se afianza cuando damos forma y salida consciente a nuestras ideas. En lo afectivo, la energía se traduce en movimiento, y como decíamos, no basta con sentir, también hay que expresar lo que sentimos.

   A cualquier edad, con curiosidad, interés y un poco de sentido común, uno puede comenzar a prestarse atención y a descubrir en qué aspectos le conviene avanzar. Lo hecho, hecho está. Así que se trata de observarse, comprenderse y actuar. En ello consiste el verdadero trabajo. 

4 Mona Lisa a los doce años - Fernando Botero.webp

5. Jugando a desaprender

    El camino hacia la recuperación de la propia identidad se alcanza por medio de una evolución lenta, un trabajo continuo de indagación y consciencia. Al soltar las opiniones ajenas, las convicciones heredadas, las obligaciones impuestas y los miedos aprendidos, se empieza a mirar con ojos propios, a sentir y a actuar desde lo que realmente importa.

     Para aligerar la mochila, lo primero es reconocer las limitaciones internas que nos condicionan: resistencias, prejuicios, inseguridades, inercias. No buscamos corregirlas ni combatirlas, sino tomar conciencia de que están ahí. Al mismo tiempo, hemos de atender al momento presente, mirar más allá de nosotros mismos, percibir lo que sienten los demás y lo que sucede alrededor. Y es en el contacto con los demás donde lo que uno es se convierte en experiencia.

   Imagina que conversas con alguien y, por una vez, lo escuchas con plena atención. Si estás presente, percibes lo que dice y también lo que calla: el tono, el contexto, lo que parece verdadero y lo que genera dudas. Te importa lo que ocurre entre ambos: tu energía se enfoca, tu mente no divaga y tu sentimiento se involucra. Bastan unos instantes poniéndote en el lugar del otro para empezar a comprenderlo.

    Escuchar y observar con mente abierta, reducir las respuestas automáticas y permitir que aparezcan opciones nuevas requiere práctica y constancia. Con ese entrenamiento, las tres capacidades de las que hablamos encuentran el modo de manifestarse y, de paso, de fortalecerse.

   ¿Te has preguntado por qué una mesa de tres patas nunca cojea? Es un ejemplo perfecto de equilibrio. Así también, la conciencia se sostiene sobre tres pilares: inteligencia, afectividad y energía, que, cuando se desarrollan, se expresan y se entrelazan, la mantienen lúcida y viva. 

   Después de todo, la vida nos da tiempo y la oportunidad de llenarlo, compartirlo y disfrutarlo con mayor o menor sinceridad. Si permaneces consciente y abierto a lo que sucede, las respuestas están en ti. Tú las creas y —como diría Blay— «actualizas tu potencial».

5 Bailando en Colombia - Fernando Botero.jpeg

Imágenes:

Tres mujeres bebiendo (2006). Museo Botero, Bogotá.

Parte 2: Pedrito a caballo (1974). Museo de Antioquía, Medellín.

Parte 3: Niños jugando al fútbol (2002). Museo Botero, Bogotá.

Parte 4: Mona Lisa a los doce años (1958). Museo de Arte Moderno (MoMA), Nueva York

Parte 5: Bailando en Colombia (1980). Museo Metropolitano de Arte (The Met) de Nueva York.